“Make it sound like music ”
(Haz que suene como musica)Tomarte un par de cafés hablando de música con Michael Grossman es una experiencia que puede llegar a hacerte sentir pequeño, realmente pequeño, por no decir microscópico. La cantidad de nombres, datos y relaciones que retiene en su cabeza es tal que, tras la entrevista tienes que acudir de inmediato a Internet –qué suerte que Internet existe!- para comprobar tus notas y, en la medida de lo posible, situar con precisión cada pieza en el justo punto del puzzle de la historia del jazz.
Conocí a Michael allá por la primavera de 2003 en el Taller de Músics de Barcelona. Había ido allí para aprender a tocar rock con el piano, pero como suele ocurrir a muchos de los que por allí estudian, profundizar en los conceptos me orientó indefectiblemente al jazz y accidentalmente a Michael Grossman. En realidad yo estaba con otro profesor, Lluís Coloma, aprendiendo a tocar blues, boogie woogie y rock’n’ roll. Por cuestión de trabajo tuve que cambiar de horarios y de profesor. Me hablaron de un pianista de Nueva York que te enseñaba a tocar a partir de unos pocos conceptos tan elementales como eficientes. Y no dudé. Era, pensé, justo lo que estaba buscando: un músico formado en Estados Unidos, un profesor con una cultura musical distinta de la imperante en estas latitudes, donde se pone más empeño en pasar exámenes en el conservatorio y en la obtención de títulos que en el desarrollo de una verdadera capacidad de tocar música, ya sea solo o en grupo.
Resultó que, si bien había pasado largo tiempo allí, Michael Grossman no era exactamente de Nueva York, sino de Atlantic City, ciudad turística del estado de Nueva Jersey, algo más al sur que la ciudad de los rascacielos. No es una precisión superflua, porque explica de dónde viene su vocación musical. Atlantic City era (es aún) una ciudad de casinos y clubes de la que únicamente tenía referencias por la canción que Bruce Springsteen –también paisano de Nueva Jersey- le dedicó en su disco Nebraska en 1982, y por la película rodada por el francés Louis Malle en el amanecer de la década de los 80 y protagonizada por Burt Lancaster y Susan Sarandon. Y es precisamente de este substrato de donde se alimentó al Grossman pianista. Largas sesiones nocturnas de jazz, de diez de la noche a las seis de la mañana, en clubes como el Dion’s, regentado por un personaje cuya subjetiva percepción del concepto de honradez inspiraría más de un thriller, dieron forma a los conceptos inculcados por Dennis Sandole, más conocido por haber sido maestro y mentor del mítico jazzman y saxofonista John Coltrane.
Los primeros pasos
Pero vayamos por partes. Nacido en 1955, Michael Grossman creció –así lo cuenta él- escuchando jazz entre bastidores en los espectáculos de Atlantic City. Hijo de un dentista y una periodista, sin antecedentes familiares en la familia, su facilidad por la música quedó patente cuando recién entrada la adolescencia fue capaz de tocar en el piano de un amigo de su hermano el tema principal de la película de James Bond Goldfinger (1964), que interpretaba Shirley Bassey. Su madre le llevó a un par de profesores para que aprendiera música, pero, recuerda él, ambos le rechazaron al considerar que no era un buen estudiante. Él mismo reconoce “que no le gustaba demasiado estudiar”, pero por lo que la experiencia le ha ido demostrando no era tanto un problema de capacidades como de método. Eran profesores de formación clásica con una metodología cartesiana que le introdujeron en el mundo de Bach o Chopin.
De hecho, agrega, este problema fue una constante en su búsqueda de una formación musical. En el instituto (High Shool) público en el que estudió, cuenta, “podías estudiar música apreciativa, marching band (banda de disfile), orquestra, conjunto de country o coro, la única que no figuraba entre las enseñanzas oficiales era el conjunto de jazz”. Parece mentira que en los años 60, en el país que lo vio nacer, el jazz no gozara aún de ningún tipo de reconocimiento formal, pese al peso que por aquel entonces tenía ya en las industrias discográfica o cinematográfica. “Se consideraba una actividad extraescolar, y además en mi instituto despidieron al chico que la impartía”, recuerda.
Afortunadamente, añade, “seguimos quedando con todos sus alumnos los fines de semana y tocábamos jazz”. “Fue mi primer conjunto, aunque nunca llegamos a actuar en público –recuerda. Pero a pesar de todo fue muy instructivo. Yo tenía que tocar el piano y así fue como aprendí a seguir la música.”Afortunadamente, añade, “seguimos quedando con todos sus alumnos los fines de semana y tocábamos jazz”. “Fue mi primer conjunto, aunque nunca llegamos a actuar en público –recuerda. Pero a pesar de todo fue muy instructivo. Yo tenía que tocar el piano y así fue como aprendí a seguir la música.”
Su primera actuación profesional le llegó con 14 años en un hotel en Atlantic City. “Fue un desastre absoluto. Era mi primer trabajo como músico, vestíamos uniforme toda la banda, y tenía que leer la música. Lo hice fatal. Nadie se enfadó conmigo, pero yo era el pianista y me afectó no haber estado a la altura.” Tras 40 años de carrera musical, Grossman reconoce que a causa de aquella primera actuación aún siente respeto ante una jam session, pero al final “tienes que crecer musicalmente con esto y entender que no pasa nada por equivocarse, que es algo normal”. “Hay actuaciones en las que sólo te pierdes, hay otras en las que te olvidas de una parte de la canción y no pasa nada”.
Para sobreponerse a este primer fracaso, nada mejor que nuevas actuaciones. No tardó en conseguir un trabajo en un hotel al otro lado de la calle. La banda que formaron se llamaba Penthouse Trio, (el Trio del Ático). La razón del nombre hay que buscarla en que el hotel facilitó a los músicos un ático para vivir durante el verano. Al llegar el otoño, Grossman entró en el instituto (High School) y siguió tocando con el grupo en pequeños clubes en el área de Atlantic City. “El jefe del grupo era Tom Gicas, un fanático del jazz, le acompañé en varios de sus grupos”, explica.
Precisamente en una de estas formaciones coincidió con el guitarrista Billy Messerschmidt. “Era tan bueno que acabé pidiéndole que me presentara su profesor en Filadelfia, Henry Franzrib. Posteriormente, éste me presentó a Joe Federico y, a través de Joe, un dia llegué a conocer al legendario Dennis Sandole”, recuerda. Corria el año 1976. Poco imaginaba Grossman por aquel entonces, que seguiría con las lecciones del maestro hasta poco antes de su muerte, en el año 2000, incluso cuando llevaba ya ocho años viviendo en Barcelona.
Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos aún en 1976. Por aquellas mismas fechas, Grossman encontró un trabajo en un club de Atlantic City llamado Dion’s. Con 21 años, la música se había convertido ya en un modo de vida. Atrás quedaban los días en que su madre esperaba que se tratara únicamente de una afición pasajera. Las largas noches en el Dion’s jugaron aquí un papel decisivo en la consolidación del pianista como un músico de directo.
Ted Dion, el propietario, quería tener jazz en directo en su local de Atlantic City. Así que durante los tres meses del verano tocaba con el combo del club de las 10 de la noche a las 6 de la mañana, cinco días a la semana. “Pero es que además ensayábamos y también tenía clases”, exclama.
Estas actuaciones también sirvieron en cierto modo para tapar las lagunas que Grossman tenía en su formación, esencialmente autodidacta. Él mismo confiesa que buena parte de los errores de la primera actuación fueron a consecuencia de haber tenido que leer música. En el combo del Dion’s esto no era necesario. “En la mayoría de bandas, escuchas grabaciones, tomas notas de la música y te elaboras tus propias notaciones. En jazz puedes leer, pero resultó que cuanto más leía más me equivocaba, y entonces tocar música deja de ser divertido.
De modo que mientras le fue posible Grossman siguió profundizando por esta vía más experimental. Esto marcó su forma de tocar y posteriormente también la de enseñar. El resultado, explica, es que pone “más énfasis en el ritmo que en las notas”. “Cuando un músico toca y gusta al público, te das cuenta de que la gente está llevando el ritmo. Puedes tocar bonitos acordes en abstracto, pero no captan la atención de la gente del mismo modo. Si eres capaz de hacer las dos cosas es fantástico, aunque no creo que yo sea de esos.”
Sin embargo, cuando llegas a un cierto nivel, la lectura toma importancia. Lo descubrió cuando años después se mudó a Nueva York. “Cuanto mejor leías, mejor te ganabas la vida. Cuando me di cuenta, esto me espoleó.”
Uno de los músicos con los que compartió habitación a su llegada a la Gran Manzana era Anthony Davilio, al que conoció en el estudio de Sandole. “Davilio era el arquetipo de rock hero, pero era capaz de leer todo lo que tocaba y de escribir lo que creaba en una partitura. Fue cuando me dije: ‘si este tipo es capaz de leer, yo también puedo hacerlo’.” Sus conocimientos musicales abrían a Davilio puertas que no estaban al alcance de Grossman. Davilio fue el autor de los arreglos de Double Fantasy (1980), el disco de retorno de John Lennon, y que a la postre sería el último, un disco en el que tambíen tacó otro discípulo de Sandole, el pianista George Small.
En este sentido, Grossman confiesa que “es una situación muy comprometida cuando durante un ensayo de una gran banda todos saben leer y tocas jugando un poco a adivinar”. “Lo que tocas suena algo así como un eco”, explica. En cualquier caso, afirma, “tuve suerte porque a la gente le gustaba lo que tocaba”. En efecto, su punto fuerte eran los acordes, pero tenía problemas con el ritmo, recuerda, con lo que empezó a trabajar fuerte para mejorar este aspecto.
La influencia de Sandole
En la corrección de las lagunas fue decisiva la influencia de Dennis Sandole (1913-2000). Conocido por haber sido el maestro del saxofonista John Coltrane o del guitarrista Pat Martino, Sandole también había compartido escenario con míticos líderes de big bands como Tommy Dorsey o Charlie Barnet y aparecía en grabaciones de Billie Holiday y Frank Sinatra.
Como en el caso de Coltrane y otros, algunos de los conceptos musicales radicales de Sandole también marcaron a Grossman. En las clases raramente tocaba el instrumento y esto le permitía enseñar tanto a un saxofonista como a un pianista o a un violinista. Su peculiar método pedagógico consistía en gran medida, a potenciar la confianza de los alumnos en ellos mismos y en impartir unos conceptos unos conceptos armónicos avanzados a su tiempo. Algunos de sus alumnos aseguran identificarlos cuando oyen discos de Cotrane en particular el tema Giant Steps. “De hecho –explica Grossman- Dennis me explico que Giant Steps era una lección que escribió para Coltrane y, conociendo a Sandole, cuando oyes la pieza, tiene bastante sentido.”
Pero más allá de los conceptos armónicos, que Sandole transmitía a sus alumnos, Grossman se benefició también de sus estudios del ritmo. “Logró reducir los ritmos a su esencia, era capaz de condensar un merengue colombiano a dos pompases de ritmo”. Fue Sandole, quien un día le propuso: “Por qué no experimentas con estos ritmos? Hazlos sonar como música!”
La relación entre Grossman y Sandole, fue duradera e intensa. Durante años, cuando el pianista de Atlantic City residía ya en Barcelona, aprovechaba sus viajes a Estados Unidos para visitar al maestro y tomar de paso alguna lección. El afecto entre ambos hizo que Sandole pensara en Grossman cuando decidió sintetizar los conceptos musicales acumulados a lo largo de su vida en la única obra que grabó y publicó, A Sandole Trilogy, que vio la luz hasta un año antes de la muerte del maestro en el año 2000. En el trabajo, el guitarrista interpreta únicamente la primera parte, grabada en 1958. La segunda consiste en un revolucionario “jazz ballet opera” que compuso entre los años 60 y 70, en la que Grossman toca el piano. Y en la tercera, Grossman es el principal protagonista, interpretando dos partituras del maestro, la primera en solitario y la segunda en un cuarteto que también incluye al saxofonista John Stubblefield y que Grossman también recogía en su disco As it appears, gravado en Nueva York en 1995 i publicado estando ya en Barcelona en el año 1998 con motivo del vigésimo aniversario del Taller de Musics.
Barcelona intenta abrirse a la música
Cuando Michel Grossman llegó a Barcelona en 1992, la ciudad estaba de moda. Los Juegos Olímpicos habían conseguido poner en el mapa una ciudad inmersa durante décadas en una especie de gris y que finalmente decidía despertar de su letargo. Capital de un gran imperio mediterráneo durante siglos, la ciudad y su gente habían dado la espalda al mar. Cuenta el pianista, que al llegar a la capital catalana “había muchos locales con música en directo” y que la ciudad vivía una actividad cultural floreciente que le recordaba la del Nueva York de los años 80. Recuerda especialmente el Paral•lel, avenida que nace en el puerto y se extiende hacia el oeste hasta plaza España que concentraba, junto con la Rambla, la mayor parte de la vida nocturna barcelonesa.
No obstante, en 1992 el Paral•lel ya hacía tiempo que estaba buscando su razón de ser. Teatros históricos de cabaret, como El Molino –versión casera del parisino Moulin Rouge- o el Arnau habían cerrado ya sus puertas o estaban a punto de hacerlo. Discotecas como Studio 54 no tardarían tampoco mucho en hacerlo. Y salas como Apolo han tenido que reformarse y reorientar su plan de negocio.
A pesar de esta decadencia, que se prolongó por más de una década, Michael Grossman quedó profundamente prendado del ambiente de aquella zona. Hasta el punto que, después de vivir durante años en Caldes de Estrach, ahora se ha mudado al Poble Sec, justo al lado del Paral•lel, y se ha implicado activamente en los movimientos vecinales que reclaman la reapertura del El Molino o que se busque un nuevo uso al Arnau. En este tiempo ha conocido viejos artistas de estos teatros que lamentan como la televisión y luego el vídeo y el ordenador fueron asfixiando esta vida artística en este eje barcelonés,
Este languidecer era el resultado, en buena parte, de una cierta incapacidad de los empresarios para adaptar los contenidos de los espectáculos a los nuevos tiempos. No obstante, también es la consecuencia directa de una política municipal muy restrictiva a la hora de permitir la música en directo.
“Se da la paradoja de que se permiten más decibelios a un bar musical que pincha música enlatada que a una actuación en directo, con lo que los empresarios rápidamente eligen el disco antes que al artista”, lamenta Grossman. El pianista ha visto como desde que llegó los locales iban reduciendo su programación de música en directo, “hasta el punto que ahora casi toco más fuera de la ciudad que aquí”, explica. Un cierto sinsentido después de estar años buscando un piso económico para vivir en la capital catalana y estar así más próximo a los locales en los que se podía tocar.
De todos modos, en los últimos meses Grossman ha empezado a percibir signos que invitan al optimismo. Por una parte, existe interés por la música, a la gente le gusta la posibilidad de ver música en directo. En segundo lugar, Barcelona es cada vez más una ciudad encarada al turismo y los turistas, más que la población autóctona, le gustan este tipo de espectáculos por la noche. Y en tercer lugar, ante esta demanda, el ayuntamiento parece haber cesado en su cerrazón y al fin parece abierto impulsar esta oferta. Lo hará por una parte, con un cambio de normativa, y por la otra, con ayudas a los locales para que adapten sus instalaciones para acoger actuaciones en vivo.
Este nuevo escenario, es para Michael Grossman, una invitación al optimismo.